segunda-feira, 29 de dezembro de 2014


Dionisio Areopagita

Las obras de Dionisio, de evidente transfondo platónico, fueron escritas aproximadamente a finales del siglo V de nuestra era y se las relaciona con Platón, Proclo y Damascio; su autoría es atribuida a alguien que confusamente se dice discípulo de San Pablo, a pesar del desfasaje de tiempo manifiesto, aunque no debe rechazarse una filiación simbólica, lo cual es evidente en el nombre Hieroteo, supuesto maestro del supuesto Areopagita (llamado así por el Areópago de Atenas, ciudad donde se tomó a Pablo y Timoteo por manifestaciones de Júpiter y Mercurio). Ha influido directamente a Boecio, Juan Scoto Erígena, Eckhart, Suso, Nicolás de Cusa, Ramón Llull, Rogelio Bacon, Robert Grossetteste, incluso a Alberto Magno y Tomás de Aquino, y por intermedio de estos a toda la Edad Media. Hay una identidad de conceptos entre el Corpus Hermeticum, en versión greco-egipcia, es decir pagana, los escritos de Proclo y los Oráculos Caldeos, y la obra de Dionisio de modo cristiano, aparte del ambiente y la atmósfera que ambos trasuntan. Se ha publicado Los nombres divinos y otros escritos, Ed. A. Bosch, Barcelona 1980; Obras completas, B.A.C., Madrid 1995; y Los nombres divinos, Edicomunicación, Barcelona 1988, de la que este es un fragmento.




I. Habiendo dado estas explicaciones, es el momento de pasar a este atributo de la bondad, que los teólogos reconocen excelentemente y sobre todo en la divinidad adorable, cuando afirman, creo, que la bondad es la esencia misma de Dios, y que por esto mismo lo que es bueno sustancialmente y por naturaleza, derrama bondad sobre todos los seres. Pues, como el sol material, sin que lo comprenda o lo quiera, pero por el solo hecho de su existencia, alumbra todas las cosas que por su condición hace susceptibles de su luz, lo mismo lo bueno que sobrepasa tan eminentemente al sol, como un original, por el solo hecho de ser, supera a la pálida copia que se obtiene de él derrama sobre todos los seres tanto como son capaces de ello, la suave influencia de sus rayos. Es de ahí que se producen las naturalezas, potencias y perfecciones inteligibles e inteligentes, es de ahí que subsisten y poseen una vida eterna, inalterable; que están libradas de la corrupción, de la muerte, de la materia y de la generación; que escapan a la inestabilidad, a la decadencia, a los cambios perpetuos. De ahí, son inteligibles, en razón de su perfecta inmaterialidad; y espíritus puros, son sobrehumanamente inteligentes, iluminadas tocando las razones propias de las cosas, y transmitiendo la luz recibida a las demás sustancias angélicas. Aquí aún, encuentran su permanencia y firmeza, su conservación, la protección y un asilo seguro, se fortalecen en la existencia y en la felicidad por el deseo que tienen de esta bondad suprema, y, aplicándose a imitarla tanto como es posible, adquieren su semejanza, y, según el precepto divino, comunican a los rangos inferiores los beneficios dichosos con los que fueron colmadas las primeras.

II. De aquí esos espíritus tienen su celeste ordenación, su fraternal unión, la facultad de penetrarse recíprocamente sin confundirse jamás, la fuerza que atrae a los inferiores tras los superiores, y la providencia amiga que éstos ejercen hacia aquéllos, el cuidado con el cual cada uno se mantiene en su propio grado, la actividad con la cual, sin salir de sí mismos, exploran lo que les rodea, su inmutable y soberano amor por la bondad infinita, y todas estas perfecciones de las que hablo en nuestro libro de los Ordenes angélicos y de sus propiedades. Igualmente todo lo que constituye la jerarquía celeste, la purificación, la iluminación y la perfección tal como se cumplen en la sublime naturaleza de los ángeles, todo esto les ha sido deparado por la bondad fecunda que produjo el universo. Es por esta bondad primera que son buenos: bondad misteriosa de la que son la viva expresión, y que les creó ángeles, es decir mensajeros del silencio divino, y antorchas luminosas situadas en el vestíbulo del templo donde se esconde la divinidad. Después de estas inteligencias santas y venerables, las almas y todas las riquezas de las almas emanan de la incomparable bondad. Es por ella, en efecto, que las almas están dotadas de entendimiento, que tienen una vida subsistente e incorruptible, que están llamadas a parecerse a los ángeles y pueden ser conducidas por el generoso ministerio de estos guías sagrados hacia el manantial infinito de todos los bienes, y participar, según la medida de sus fuerzas respectivas, en las iluminaciones que descienden del seno de Dios y en la felicidad de conformarse a la bondad original: es de aquí, que sacan todos los bienes que hemos enumerado en el tratado del Alma.
Luego, si hay que hablar de las almas irracionales, de los animales, los que cruzan el aire, los que andan o se arrastran sobre la tierra, los que nadan por las aguas o son anfibios, los que viven ocultos o enterrados bajo tierra, todo lo que tiene sensibilidad y vida: todo fue animado y vivificado por esta bondad soberana. Ella da a las plantas esta vida de la cual se alimentan y vegetan; es ella, por fin, la que da a todo lo que no tiene ni alma ni vida, el existir y ser sustancia.

III. Ahora bien, si la bondad suprema prevalece sobre todas las cosas, como no se puede dudar, entonces, aunque sin forma, da forma a lo que no tiene forma. Entonces la negación empleada hablando de ella será una afirmación sublime; la privación de ser, de vida, de entendimiento, se volverá en ella una supereminencia de ser, una superabundancia de vida y de entendimiento. Incluso, si se pudiera hablar así, el no‑ser es elaborado del deseo de esta bondad, y aspira a alcanzar este Ser, océano sin fondo ni orillas.

IV. Pero para no omitir lo que se me ha escapado más arriba, es la misma bondad que creó los cielos, el punto donde empiezan y en donde acaban, y su sustancia que no aumenta, no disminuye y no se altera jamás, y, también puedo expresarlo así, el movimiento silencioso de las inmensas esferas que dan vueltas por el espacio. Determinó el orden supremo, la belleza, la luz y la permanencia fija de los astros y la loca carrera de las estrellas errantes. Produjo esto dos grandes luminarias, según habla la Escritura, que vuelven para desaparecer periódicamente en los mismos puntos del horizonte; limitan los días y las noches, los meses y los años, que, a su vez, marcan la distinción, el número, el orden y la extensión de las revoluciones del tiempo y de las cosas del tiempo.
¿Pero qué se diría del sol si se quisiera considerar aparte este astro radiante? Pues la luz viene de lo bueno y es una figura de la bondad, y lo bueno podría llamarse luz, el arquetipo pudiendo ser designado por su imagen. Pues, como la bondad de Dios infinito penetra todos los seres, desde los más elevados y los primeros hasta los últimos y los más humildes, y los sobrepasa a todos, sin que los más sublimes puedan alcanzar su excelencia, ni los más viles escapar de sus opresiones, como derrama su luz sobre todo lo que es apto, y crea, vivifica, mantiene y perfecciona: como es la medida, la duración, el número, la armonía, el lazo, el principio y el fin de todo: tal imagen visible y eco lejano de la divina bondad, el sol, fanal inmenso: inextinguible, resplandece en todos los cuerpos que la luz puede invadir, hace brillar su destello y envuelve el mundo visible, la tierra y el cielo con la gloria de sus rayos puros. Y si algunos objetos no son penetrados, no es porque no les puede alcanzar o porque les alcanza demasiado débilmente, es porque los objetos mismos no presentan mas que elementos bastos, poco pro­picios a recibir la luz: así, parece pasar más allá y reparte su riqueza en los cuerpos mejor dispuestos, pero nada de lo que se ve escapa a la acción universal de este hogar inmenso. Incluso, el sol participa en la producción de los seres organizados: les trae a la vida, les alimenta, les da crecimiento y perfección, los purifica y los renueva. La luz nos mide y cuenta las estaciones, los días y el resto de tiempos; y es esta misma luz, aunque no tuviese entonces su forma definitiva, la que distinguiera los tres primeros días de nuestro universo, según el relato de Moisés. Luego: lo mismo que la bondad llama a ello y, como fuente divina y causa fecunda de bondad, llama a su seno a la muchedumbre de seres que están dispersos, por decir así, y que todas las cosas aspiran a ella como a su principio, a su salvaguarda y a su fin; lo mismo que, según la expresión de las Escrituras, todo lo que subsiste procede de la bondad, y ha sido creado por su potencia perfecta, y se conserva mantenido y protegido en ella como en un fondo incorruptible; lo mismo que todo se reduce a ella, como a su propio término, y lo anhela: los espíritus puros y las almas con inteligencia, los animales por la sensibilidad, las plantas por el movimiento vegetativo que es como un deseo de vivir, las cosas sin vida y dotadas de la simple existencia por su aptitud misma a entrar en la participación del ser: así y en el grado donde ella representa la bondad, la luz, centro potente, atrae a ello todo lo que es, lo que ve, lo que se mueve, lo que es capaz de destello y de calor, en general todo lo que ello envuelve en sus rayos: he aquí porque los griegos mencionan el sol (»84@l), de la palabra (@88Zl), porque acoge, mantiene en la unidad los seres diseminados por el universo, y todas las cosas sensibles aspiran hacia él, sea para disfrutar de la visión, sea para recibir de él el movimiento, la luz y el calor, para ser conservados por su destello vivificante. Lo que digo, no obstante, no según la opinión de los antiguos, que miraban al sol como el dios, el creador y la soberana providencia del mundo físico, sino porque, desde el origen del mundo, las criaturas han hecho visible e inteligible lo que hay de invisible en Dios, incluso su eterna potencia y su divinidad.

V. Pero esto ha sido tratado en la Teología simbólica. Hay que interpretar ahora el nombre de la luz aplicado al soberano bien. Ahora bien, la bondad es llamada luz espiritual, porque llena de su esplendor inteligible a todo espíritu celeste: porque ahuyenta la ignorancia y el error de las almas donde se refugian, les dispensa a todas la luz sagrada, purifica su entendimiento de las tinieblas cuya ignorancia lo ofuscaba, se despierta y abre su visión interior determinada y limitada por la oscuridad. Primero les envía un destello moderado: luego, cuando lo han saboreado, por así decirlo, y están prendadas de él, lo derrama con más abundancia, y en fin lo vierte a raudales, cuando han amado mucho. Así los atrae sin cesar cada vez más, en razón sin embargo de su celo a aspirar hacia la luz.

VI. Por consiguiente lo bueno, superior a toda luz, se llama inteligible, porque es una fuente fecunda y amplio desbordamiento de claridad, que colma de su plenitud todos los espíritus, y los que están más allá de los mundos, y los que gobiernan los mundos y los que los mundos contienen; que renueva incesantemente su fuerza intelectual, los abraza envolviéndolos de su inmensidad, y los supera por su inaccesible elevación, que, en fin, principio deslumbrante de todo esplendor, resume en sí, posee eminentemente y con anterioridad toda potencia de iluminación, y agrupa y mantiene estrechamente unidas las inteligencias puras y las almas sensatas. Pues, como la ignorancia y el error crean la división, así la luz espiritual, apareciendo, recuerda y recoge en un todo compacto las cosas que alcanza, las perfecciona, las sitúa hacia el ser real, corrige sus vanas opiniones, reduce sus múltiples visiones, o más bien sus imaginaciones caprichosas, en un conocimiento único, verdadero, puro y simple, y las llena con una luz que es unidad y que produce la unidad.

VII. Nuestros teólogos sagrados, celebrando lo infinitamente bueno, dicen aún que es bello y la belleza misma; que es la dilección y el amado, y le dan todos los demás nombres que pueden convenir a la belleza llena de gracias y madre de las cosas graciosas. Ahora bien, lo bello y la belleza se confun­den en esta causa que resume todo en su potente unidad, y se distinguen, al contrario, en el resto de los seres, en algo que recibe y en algo que es recibido. He aquí, por qué, en lo finito llamamos bello a lo que participa en la belleza, y llamamos belleza a este vestigio impreso sobre la criatura por el principio que hace todo bello. Pero lo infinito es llamado belleza, porque todos los seres, cada uno a su manera, adoptan de él su belleza, porque creó en ellos la armonía de las proporciones y los encantos deslumbradores, vertiéndoles, como un raudal de luz, las radiantes emanaciones de su belleza original y fecunda; porque llama todo hacia él (lo que los griegos señalan bien derivando PV88@l, bello, de P"8gÇ, llamada), y que en su seno agrupa todo en todo. Y es a la vez llamado bello, porque tiene una belleza absoluta, supereminente y radicalmente inmutable, que no puede empezar ni terminar, que no puede aumentar ni decrecer; una belleza donde ninguna fealdad se mezcla, ni ninguna alteración le afecta, perfecta bajo todos los aspectos, para todos los países, a los ojos de todos los hombres; porque de él mismo y en su esencia posee una belleza que no resulta de la diversidad: porque posee excelentemente y con anterioridad el fondo inextinguible de donde emana todo lo que es bello. Efectivamente, la belleza y las cosas bellas preexisten, como dentro de su causa, en la simplicidad y en la unidad de esta naturaleza, tan eminentemente rica. Es de ella que todos los seres han recibido la belleza de la cual son susceptibles; es por ella que todos se coordinan, simpatizan y se alían, es en ella que todos no forman más que uno. Ella es su principio, pues los produce, los impulsa y los conserva por amor por su belleza relativa. Ella es su fin y la persiguen como su condición ulterior; pues es por ella que todo ha sido hecho. Ella es su modelo, y han sido concebidos sobre este modelo sublime. Asimismo lo bueno y lo bello son idénticos, todas las cosas aspirando con igual fuerza hacia el uno y el otro, y no habiendo nada en realidad que no participe de lo uno y de lo otro. Aún me atrevería a decir que se encuentra algo de lo bello y de lo bueno hasta en lo No‑existente; así cuando la teología señala excelentemente a Dios por una negación sublime y universal, esta negación es cosa buena y bella. Lo bueno y lo bello, unidad esencial, es pues la causa general de todas las cosas bellas y buenas. De allí viene la naturaleza y la subsistencia de los seres, de allí su unidad y distinción, su identidad y diversidad, su similitud y su desemejanza; de allí los contrarios se alían, los elementos se mezclan sin confundirse, de allí las cosas más elevadas protegen a aquellas que lo son menos, las iguales se armonizan, las inferiores se subordinan a las superiores, y así todas se mantienen por una inmutable persistencia en su condición original. De allí aún todos los seres, en razón de su afinidad recíproca, se influyen, se adaptan el uno al otro, y entran en perfecto acuerdo, de allí la armonía del conjunto, y la combinación de las partes en el todo, y el inviolable mantenimiento del orden y la perpetua sucesión de las cosas que nacen y perecen, de allí en fin el reposo y el movimiento de los espíritus puros, de las almas y de los cuerpos; pues aquél es reposo y movimiento para todos, que, por encima del reposo y del movimiento, da a cada cosa su inmutable razón de ser, y le imprime el camino conveniente.

VIII. Ahora bien, las inteligencias puras están dotadas de un triple movimiento: de un movimiento circular, que las hace gravitar sin cesar hacia los esplendores eternos de lo bello y de lo bueno; de un movimiento directo que las arrastra hacia cuidados providenciales para con las naturalezas inferiores; por fin, de un movimiento oblicuo, que al mismo tiempo las lleva hacia sus subalternos, y las mantiene gloriosamente en su invencible tendencia hacia lo bello y lo bueno, principio sagrado de su perseverancia.

IX. El alma posee también este triple movimiento. Su movimiento circular consiste en dejar las cosas exteriores, para entrar en sí misma, y restablecer sus facultades intelectuales hacia las ideas de unidad, a fin de que encerrada como dentro de un círculo no pueda perderse, luego, en esta libe­ración de las distracciones, en este recogimiento interior y esta simplificación de ella misma, unirse a los ángeles ma­ravillosamente perdidos en la unidad, y dejarse así con­ducir hacia lo bello y lo bueno que prevalece sobre todas las cosas, que es uno, siempre idéntico, sin principio, sin fin. El movimiento oblicuo del alma consiste en que, según su ca­pacidad, ella está iluminada con la ciencia divina, no por in­tuición y en la unidad, sino por razonamiento y deducción, y por operaciones complejas y necesariamente múltiples. En fin, su movimiento es directo, no cuando se recoge en sí, y ejerce el entendimiento puro, pues en este caso habría, como ya lo hemos dicho, movimiento circular, sino cuando ella se inclina hacia las cosas exteriores, y de allí, como con la ayuda de símbolos compuestos y numerosos, se eleva para contemplar la unidad dentro de su simplicidad.

X. Este triple movimiento, que además existe también en el universo material, y mejor aún en el mantenimiento, la persistencia y la estabilidad de todas las cosas, encuentra su causa, su salvaguarda y su fin en lo bello y en lo bueno, que es superior al reposo y al movimiento, y es de él y por él que viene, es en él y por él que subsiste, es hacia él que converge todo reposo y todo movimiento. En efecto, es de él y por él que son producidas la sustancia y la vida de los espíritus puros y de las almas. De allí en la naturaleza entera, la pequeñez, la igualdad, la grandeza y las diferentes medidas; de allí las afinidades, las combinaciones, y la armonía de los seres, las totalidades, y las partes, la simplicidad y la multitud, la relación de las partes, y la unidad de las multitudes y la perfección de las totalidades. De allí la calidad, la cantidad y las grandezas relativas; la infinidad, las similitudes y las diferencias; la inmensidad, el fin, los límites, y los rangos, y la excelencia. De allí la materia, la forma, la sustancia. De allí, las potencias o facultades, las acciones, las costumbres, el sentimiento, la razón, la inteligencia, la noción, la ciencia y la íntima unión. En una palabra, todo lo que es viene de lo bello y de lo bueno, subsiste en lo bello y en lo bueno, y aspira hacia lo bello y hacia lo bueno. Es por él que todas las cosas existen y se producen, es él lo que todas las cosas buscan, es por él que las cosas se mueven y se conservan. Igualmente por él, para él, en él subsiste toda causa ejemplar, final, eficiente, formal y material, todo principio, toda conservación, todo fin. En fin todo ser procede de lo bello y de lo bueno, principio superior a todo principio, fin superior a todo fin, porque de él, por él, y para él, todas las cosas son, como dice la Escritura.
He aquí por qué lo bello y lo bueno es para todos los seres objeto de deseo, de apetencia y de amor; por él y en vistas a él en la efusión de un mutuo amor, los inferiores aspiran a los superiores, los semejantes se comunican entre sí, los más excelentes se inclinan hacia los menos nobles; todos se mantienen con amor dentro de la existencia y lo que hacen y quieren, lo hacen y lo quieren por amor de lo bueno y lo bello. Incluso podemos decir, permaneciendo en la verdad, que la causa universal, por la superabundacia de su ternura, ama, produce, perfecciona, conserva y dirige todas las cosas, y que el amor divino es bondad en sí mismo, en su origen y en su objeto: pues este artesano sublime de todo lo que hay de bueno en los seres, eterno como la bondad donde reside excelentemente, no la dejó en una ociosa fecundidad, sino que le persuadió a ejercer esta maravillosa capacidad que ha producido el universo.

XI. Y que no se nos reproche el emplear esta palabra amor contrariamente a la autoridad de las santas Cartas. Pues es, a mi parecer, una cosa poco razonable y absurda no considerar la intención de aquel que habla, y no basarse más que en las palabras, y es este el hecho, no seguramente de los que buscan con celo las cosas divinas, sino mas bien de los que nunca son más que rozados por la palabra, y no le permiten llegar más que al oído de su cuerpo, que no quieren saber lo que significa tal expresión, y como están necesitados de explicarlo algunas veces por unos términos equivalentes y mejor conocidos, en fin, se detienen tristemente en unos símbolos y unos renglones muertos, en unas sílabas y unas palabras incomprendidas, las cuales no han llegado hasta su espíritu, y no han producido más que un vano susurro en torno a sus labios y oídos: como si, en lugar de emplear las palabras cuatro, figura rectilínea, patria, no se pudiera decir dos por dos, figura de líneas rectas, tierra natal; como si, en fin, no se pudiera emplear circunloquios. En efecto la sana razón aprende que es a causa de los sentidos que se utilizan cartas, sílabas, palabras, de la escritura y de la palabra, de tal manera que los sentidos y las cosas sensibles están de más cuando el alma se consagra a las cosas ininteligibles por el puro juicio; como también la fuerza intelectual llega ella misma a ser inútil, cuando el alma divinizada se precipita, por una especie de ciego recorrido, y por el misterio de una inconcebible unión, en los esplendores de la luz inaccesible. Mas si el pensamiento trata de elevarse a la contemplación de la verdad, por medio de las cosas materiales, seguramente hay que preferir las que se presentan a los sentidos con una evidencia más contundente, como las palabras más claras, los objetos más conocidos, pues si los sentidos no están despiertos más que por una vaga imagen, no pueden transmitir al espíritu más que una noción oscura. Pero con el fin de que no se imagine que por esta explicación falseamos las Escrituras, citémoslas a los que nos censuran el haber mencionado el amor: "Ama la sabiduría, se dice, y ella te conservará; acércate a ella y te elevará; respétala, a fin de que ella te acoja". Y hay una gran cantidad de pasajes donde los divinos oráculos hablan de amor.

XII. Incluso ha parecido a algunos de nuestros santos doctores, que el nombre de amor era más piadoso que aquel de dilección. Pues el divino Ignacio ha escrito: Mi amor ha sido crucificado. Y en el libro que es como una introducción a las Cartas sagradas, encontraréis que el autor habla también de la sabiduría: me he convertido en amante de su belleza, que asimismo el nombre de amor no nos asuste y no nos dejemos turbar por las objeciones que se hagan sobre este aspecto. Para mí, creo que los teólogos inspirados confunden en una misma acepción amor y dilección: pero que ellos aplican mas fácilmente la palabra amor a las cosas divinas, en razón de las ideas innobles que preocupan a ciertos espíritus. Pues cuando hablando de Dios aparece el nombre de amor, no solamente en nuestros labios sino mayormente en las Escrituras, el vulgo que no comprende que la unión divina se expresa así, precipita sus pensamientos por costumbre hacia un afecto imperfecto, sensual, limitado, que no es por cierto el amor sino una imagen, o más bien una degradación del verdadero amor. Esta intimidad, esta fusión producida por el amor divino, efectivamente es algo que sobrepasa el alcance de las inteligencias comunes: he aquí por qué esta palabra, que les parece algo inconveniente, se aplica a la divina sabiduría a fin de iniciarlos y guiarlos al conocimiento del amor, y apartarlos de sus gro­seras imaginaciones. Cuando se trata por el contrario de las cosas humanas, allí donde los espíritus siempre fijos en lo terrenal sería objeto de mal, se sirven de expresiones menos peligrosas: Yo tenía para ti, dice una santa figura, la dilec­ción que se tiene por las mujeres. Pero con respecto a aque­llos que saben entender las cosas divinas, los teólogos, en sus explicaciones piadosas, emplean las palabras dilección y amor como si tuvieran una misma fuerza. Y ellos indican por ese lado una cierta virtud que agrupa, une y mantiene todas las cosas en una maravillosa armonía; que eterna­mente existe en la belleza, y la bondad infinita prendada de ella misma, y de ahí proviene todo lo que es bueno y bello; que estrecha a los seres iguales en la benignidad de comu­nicaciones recíprocas y dispone a los superiores a unos cui­dados providenciales hacia sus subalternos, y excita a éstos a volverse hacia ellos para recibir estabilidad y fuerza.
XIII. El amor divino arrebata fuera de ellos mismos, a los que están prendidos de él tanto que no se pertenecen por sí al objeto amado. Esto se ve en los superiores que se entregan al gobierno de los inferiores, en los iguales que se ordenan recíprocamente, en los menos nobles que se abandonan a la dirección de los más elevados. De ahí viene que el gran Pablo, embriagado del santo amor en un arrebato extático, se exclamaba divinamente: vivo o mejor dicho no soy yo quien vive sino Jesucristo quien vive en mí; tal como un verdadero amante, fuera de él mismo y perdido en Dios, como está escrito en otro lugar, no viviendo ya de su propia vida sino de la vida soberanamente estimada del amado. Hasta me atrevería a decir, porque es verdad, que la belleza y la bondad eterna, causa suprema de todo, en el exceso de su delicada ternura, sale de ella misma por la acción de su providencia universal, y se digna en dejarse vencer por los encantos y la bondad, de la dilección y del amor: tanto que desde lo alto de su excelencia, y desde el fondo de su secreto, se humilla delante de sus criaturas, fuera y dentro de ella misma a la vez, en este maravilloso movimiento. Así los que están dedicados a las ciencias Sagradas llaman a Dios ce­loso, porque está lleno de amor para todos los seres, y porque excita en ellos el ardor devorante de los santos y amorosos deseos; porque realmente se muestra celoso, lo que desea merece ser amado locamente y lo que produce provoca su viva ternura. En una palabra, el amor y su objeto no son en realidad otra cosa sino lo bueno y lo bello, y preexisten en lo bueno y lo bello y no se producen más que por lo bueno y lo bello.
XIV. Pero en fin, ¿qué quieren decir los teólogos, cuando llaman a Dios unas veces amor y dilección, otras veces amable y amado? La primera locución designa la caridad de la cual Dios es causa, el principio fecundo y el padre: la segunda lo designa a él mismo. Como amor, se inclina hacia la criatura en tanto que benevolente, atrae hacia él, o bien se sitúa frente a él mismo como objeto íntimo de sus propias aspiraciones. Si se le llama benevolente y amado porque es bueno y bello: se le llama amor y dilección en razón de la virtud que tiene en elevar y atraer los seres hacia él, única belleza y bondad esencial, y de ser para él mismo su manifestación, y un suave flujo de la inefable unidad, y una delicada expansión sin mezcla impura; espontánea provista de una actividad propia, preexiste en la bondad desde donde se desborda sobre todos los seres, para volver luego a su origen; así parece excelentemente que el santo amor no conoce ni principio ni fin: es como un círculo eterno cuya bondad es a la vez el plano, el centro y el radio vector y la circunferencia; círculo que describe en una revolución invariable la bondad que actúa sin salir de ella misma y vuelve al punto que no ha dejado. Es lo que fue divinamente explicado por nuestro ilustre maestro, en sus himnos de amor: no está fuera de lugar acordarse de ello, como colofón de lo que hemos dicho sobre el amor.



Libros Tauro


Nenhum comentário:

Postar um comentário